Las horas transcurren, se precipitan de manera imparable hasta instalarnos en momentos de conflicto social por las decisiones públicas con impacto en la vida cotidiana, es decir, en los costos por usar o consumir servicios.
Ninguna decisión pública podría inquietarnos mientras no se trate de medidas draconianas, desproporcionadas, frente a las posibilidades de los asalariados y los subempleados y los desocupados, pero hay como un presentimiento, algo que está cernido sobre las masas populares, impotentes económicamente.
Todavía aspiro a que surja el prodigio de la moderación, la prudencia y la sensibilidad en los que deciden lo público, y entren en razón de lo grosero que será imponer precios y tarifas en asalto al bolsillo de las mayorías proletarias.
No, no hablo de regalar nada; hablo de asumir decisiones razonables, conforme a los datos macroeconómicos relacionados con el índice de precios, en suma, que ningún aumento en los precios y tarifas rebase el cuatro por ciento.
Ningún proveedor, iniciando por los gobiernos, deben exigir, demandar o presionar incrementos en los servicios públicos más allá del 4 por ciento. Por lo tanto, si un precio o tarifa se haya estipulado en 10 pesos, por ejemplo, se ajuste en 4 por ciento, es decir, 40 centavos.
En esta vida regida en México por la Economía de Mercado debería funcionar la lógica económica y desechar exigencias de aumento de precios y tarifas desorbitadas a pretexto de los costos de operación. ¡Los asalariados! también experimentan costos de vida en donde alimentos básicos como el tomate, cebolla, chile y la papa, registran precios promedio de 25 pesos o más, sin embargo los sectores acordaron asignarles un alza salarial del 3.9 por ciento.
Todos los expertos en economía saben de la pobreza del poder de compra del salario y conceden que el rezago de las remuneraciones es monstruoso, pero también hay la tesis de que un aumento sustancial afectaría los costos de operación de las empresas y proyectar el costo de la mano de obra en sus productos al consumidor las sacaría de competencia.
Y tratándose de los asalariados, imponerles aumentos de 20 por ciento o más en servicios públicos, los sacaría de la competencia por la vida, ni más ni menos. Ahí está la situación, no el dilema, porque el dilema se solventa con una decisión sensible, de racionalidad económica y eminentemente social.